La vida es un viaje, nos cuentan los poetas.
Todos podemos ver su destino final. Y no
nos gusta. Queremos que nos cambien el billete, que el trayecto sea eterno, que
no haya una última estación... Lo que sea y como sea.
Así, surgen vendedores de consuelos que,
gentilmente, nos ofrecen sus servicios. Nos cuentan que son muy amigos del
ferroviario en jefe. O del taquillero. Nos aseguran que comparten confidencias
nocturnas con el que conduce la locomotora. Nos dicen que, si les seguimos,
pueden conseguirnos un cambio de vía. Que pueden hacer que nuestra residencia
final sea otro cuerpo, otro tipo de vida, un paraíso... Nos describen todo eso,
incluso.
Con pelos y señales, si se lo pedimos.
Y hay personas que necesitan creerles. Es
comprensible. «El miedo es el principal motivo por el que los seres humanos son
tan reticentes a admitir los hechos y se muestran tan ansiosos por envolverse
en esa cálida prenda que se llama mito», escribió Bertrand Russell, el genial
filósofo galés.
Hay gentes – miles de millones de gentes
– que están convencidas de que sus paraísos y sus dioses existen. Están
convencidas... «Las convicciones son enemigas más poderosas de la verdad que
las mentiras», decía Nietzsche.
No es mi intención – no lo será nunca – faltarles al
respeto a las personas con creencias religiosas. Cada vez que tenga la ocasión
manifestaré mi respeto hacia esas personas, si sus actos lo merecen.
Pero, a mi modo de ver, dentro del
respeto obligado hacia cualquier persona, no están incluidas sus creencias. Es
decir, que lo que todos hemos de respetar es el derecho de una persona a tener
creencias religiosas, pero no las creencias en sí mismas, si no las
compartimos.
Las creencias en almas viajeras, en
iluminados con información privilegiada, en paraísos celestiales – o en
paraísos subterráneos, o en paraísos submarinos, porque los hay y los ha habido
de todo tipo en la historia de los credos de la humanidad – y las creencias en
los patriarcas de esos otros mundos son cándidas. Ingenuamente cándidas. Y no
son dignas de respeto desde el momento en que se nos quieran imponer a otros.
Porque muchos preferimos buscar por
nosotros mismos verdades (otro asunto es que seamos capaces de encontrarlas) y
seguir disfrutando del viaje sin que las convicciones de terceros, con sus
correspondientes ritos, interpretaciones mitológicas y prohibiciones, nos
marquen nuestro camino.
Por eso el laicismo es tan necesario. Porque sin
laicidad es muy fácil que la religión dominante en cada lugar acabe imponiendo
sus convicciones místicas a las personas que no profesamos ninguna y a las
personas que querrían profesar otras. Especialmente fácil si se le permite a
esa religión adoctrinar a los niños desde bien jóvenes y durante los bastantes
años.
Los dogmas religiosos rara vez pueden ser
superados con argumentos. Al no estar basados en la razón, sino en la fe ciega
y en la necesidad que muchos tienen de creer en ellos, no pueden ser vencidos,
ni por otros dogmas ni por el sentido común. Por eso creo que el laicismo es el único escudo que puede
protegernos a todas las personas – religiosas de todos los credos y no
religiosas – de retornos indeseados hacia situaciones del pasado, o hacia las
situaciones de intolerancia e imposición que, en nuestros días, se viven en
muchos países.
Laicismo no significa anticlericalismo. De ningún
modo. A veces se confunden ambos términos, intencionadamente o no.
El anticlericalismo es una reacción
natural – natural, pero no deseable – de defensa ante el proselitismo, tan
habitual de las religiones, ante ese esfuerzo tenaz por convertir a la religión
propia a cuantos más mejor. (Da la impresión de que aquél que se engaña a sí
mismo, como en el fondo lo sabe, necesita verse rodeado de muchos que afirmen
creer en sus mismas fábulas).
Para un anticlerical nadie tendría
derecho a actuar como clérigo, es decir, a compartir sus convicciones
religiosas con otros.
Ni yo ni la mayoría de los que defendemos
el laicismo somos anticlericales. Las constituciones de los países civilizados
protegen el derecho de las personas a expresarse sobre lo que quieran, a
reunirse, a asociarse y a compartir con otros sus formas de descifrar el mundo,
incluyendo las interpretaciones religiosas. Y así debe seguir siendo.
Lo que pretende el laicismo, aquello por lo que
lucha, es, sencillamente, que los estados y las iglesias no se entremezclen.
Que las normas, dogmas, creencias, rituales... de las religiones no sean
impuestas a la sociedad civil. Que las iglesias – o una iglesia en particular –
dejen de gozar de tantos privilegios: fiscales, económicos, simbólicos y,
especialmente, en lo relativo a asuntos de enseñanza.
Un estado laico es aquél en el que todas
las entidades jurídicas – tengan o no carácter religioso – son tratadas con
igualdad de derechos y de deberes, tributarios y de cualquier tipo.
Un estado laico es aquél en el que los
códigos éticos supuestamente insuflados por entes imaginarios a sus enviados
especiales a nuestro planeta son aplicables sólo a los que hayan decidido
seguir a tal o a cual ente, o a tal o a cual enviado especial. (Mientras no se
demuestre lo contrario me reafirmo en mi opinión: entes imaginarios).
Las sociedades deberían poder dotarse de sus propios
principios morales sin la intromisión privilegiada de los poseídos por fervores
místicos. Pero no es así.
Incluso
en países en los que – según lo que recogen nuestras leyes – los estados, los
tribunales y los gobiernos deberían ser aconfesionales, la realidad no es ésa. Vistas
las prerrogativas, la capacidad de intervención y los tratos de favor con los
que cuentan las iglesias, los estados laicos siguen siendo aún una quimera. Por
desgracia, pensamos muchos.
Por desgracia. Porque, como decíamos
antes, el laicismo, más que cualquier otra cosa, es un escudo que nos protege a
todos.
A todos, creyentes en dioses incluidos.
(Si les parece bien, queridos lectores, nos
encontramos aquí mismo dentro de dos fines de semana).