viernes, 22 de junio de 2012

¡CON LOS MUSULMANES NO TE ATREVES!


«¡Qué fácil es meterse con los cristianos! ¡Con los moros no te atreves!»
El mensaje me llegó justamente mientras buscaba yo tema para este artículo – lo cual, dicho sea de paso, no es tarea fácil, ya que procuro no repetir ningún argumento de los que usé en ¿Dónde está Dios, papá? por si algún lector del blog quiere también leer el libro, una vez se publique en septiembre.
           
Toda opinión puede contener algo de verdad, aunque a primera vista no lo parezca. Por ello, decidí analizar si mi remitente tenía razón, con mayor motivo dado que semanas atrás me llegó otro comentario similar.
Me parecía rara esa repetición de la misma acusación, porque recordaba yo al menos dos artículos –El cuerdo en el manicomio y ¿Por dónde amputar?– en los que había dejado correr mi atrevida lengua específicamente sobre las barbaridades del islamismo radical. Además, cada vez que hablo de forma genérica de los monoteísmos, es claro que entre ellos está incluido el Islam.
            Pero, tras navegar por estos mundos virtuales y leer un poco sobre el asunto, enseguida me di cuenta de que el comentario: «atacar al cristianismo es fácil, probad a meteos con el Islam» resulta muy socorrido y es muy utilizado por los cristianos contra los ateos. Por lo que parece, antes de haber empezado siquiera a argumentar, muchos presentan esa frase recurrente a modo de ataque directo al estómago de su oponente dialéctico, queriendo dejarle sin respiración, sin palabras, llamándole cobarde.
Por eso, no tardé mucho en dejar de preocuparme por si estaba siendo injusto en mi trato hacia alguna religión en particular.

De todas formas, qué pobre resulta la argumentación que subyace bajo ese tan usado «con los moros no te atreves». Porque, si la interpreto bien, lo que viene a decirse con esa frase es: «¡Qué lástima que nuestras leyes me obliguen a comportarme civilizadamente, porque si no...!»
            Afortunadamente, vivo en un lugar en el que puedo decir que soy ateo. Seguramente, caso de ser yo saudí, por ejemplo, no me quedaría más remedio que creer en el dios de sus desiertos. Si caminara por país de cojos, pierna de palo me pondría, ¡a la fuerza ahorcan! Además, posiblemente allí tampoco sería yo ateo por otra razón: porque la libertad de pensamiento, si no se conoce, ni se desea ni se echa de menos.

Todos sabemos la facilidad con la que mahometanos radicales, por la menor bagatela, por el más pequeño dibujito, te plantan un tiro en el corazón, o una bomba debajo de las posaderas, con una desenvoltura singular.
(Muchas veces hemos oído que el islamismo es una religión de paz. A quienes nos cuentan eso, les sugeriría que nos hablasen del Corán en su totalidad y no sólo de los extractos más presentables en sociedad. Y lo mismo es aplicable al cristianismo y a su Biblia).
Aunque sea cierto que no tengo ninguna gana de ver mi cuello seccionado por el cuchillo de un barbudo yihaidista, también es verdad que la honestidad que trato de imponer a lo que escribo me impediría hacer críticas a una religión, si no tuviera valor para hacer esa misma crítica a la religión musulmana o a cualquier otra.
            Así que, cuando hablo sobre creencias religiosas, cuando expreso mi opinión de que esas creencias deberían guardarse para los templos y para las reuniones privadas de sus fieles y de que no deberían interferir en asuntos de todos, me estoy refiriendo a todas ellas, islamismo incluido, por supuesto.
            Pero, por ser de donde yo soy, el catolicismo es el subgrupo religioso que me toca más de cerca. Podría hablar sobre el jainismo, o el mandeísmo, o el neodruidismo... Pero apenas sé nada sobre sus dogmas. No hablo sobre ellos por desconocimiento. Y no hablo de ellos, sobre todo, porque no son los que afectan a mi vida de una forma directa. ¿Por qué iba a querer saber más sobre ellos, más allá de por pura curiosidad, si no han determinado mi vida, si no influyen tantísimo en mi entorno, como sí lo hace el catolicismo?

Las religiones no dejan de mostrarnos su poder, sus ganas de interferir en asuntos sociales y políticos. Sin ir más lejos, la ministra de empleo de mi país, España, hace unos días nos pidió rezar a la virgen del Rocío para que nos ayude a salir de la crisis económica...
¿Quién podría persuadirnos, a los que formamos parte de la masa desprovista de prebendas, de que en esta corta vida hemos de pasarlo mal? ¿Qué podría hacernos olvidar que, de ser las cosas de otra forma, es decir, si los privilegiados no pudieran saquearnos impunemente, podríamos estar mejor? La religión. La religión, con sus falsas esperanzas en una vida celestial más llevadera que la terrenal. Con su engañosa creencia de que hablar con madres o padres imaginarios va a ayudarnos a salir de nuestros problemas.
Me pareció tan burda, tan demasiado usada, tan de siglos pasados, tan habitual entre los poderosos de todas las épocas, esa grosera utilización que hizo usted el otro día de la religión, señora ministra, que no he podido evitar hablar de ello. Con sus palabras, me produjo usted un íntimo mal humor del que me costó desprenderme. Finalmente, escribiendo, conseguí desahogarme.

Cuando contemplamos como el pensamiento mágico y las supersticiones siguen tan presentes en todo es cuando a algunos nos da por hablar sobre religiones. Pero en el rincón del mundo en el que yo vivo es el catolicismo el que más se inmiscuye en mi vida. Por eso también hablo más de él.
«Los ateos como usted, que no dejan de hablar sobre religiones, acaban siendo tan fanáticos como algunos fanáticos religiosos», vino a decirme otro lector en una ocasión. No, no lo creo. Creo que lo que ocurre es que, lastimosamente, hablar sobre creencias religiosas cuestionando su lógica ya se considera fanatismo. Suele llamarse fanatismo ateo a todo lo que sea abrir la boca para preguntar si las cosas que nos cuentan las religiones tienen sentido.

Los creyentes, da igual que sean cristianos (ministros del gobierno incluidos), musulmanes, judíos o hinduistas, mantienen un diálogo, una relación personal, con sus respectivos dioses, profetas, santos y madres vírgenes.
Los ateos, una vez adultos, en lo que respecta a dioses tratamos de mantener una relación personal con la realidad sin que nuestras necesidades emocionales la distorsionen.


Nos vemos por aquí dentro de dos fines de semana, si les parece bien.

[Les adjunto los enlaces directos a los dos artículos mencionados en éste:


viernes, 8 de junio de 2012

CARTA DE DIOS AL HOMBRE


Tras leer la prensa, no hay día que no sienta una enorme impotencia al contemplar como tantos hombres siguen despreciando (incluso matando) a otros seres humanos para demostrar, básicamente, que su amigo imaginario es el mejor.
            Quería reflejar esa impotencia en este artículo. Intuí que releer la Carta de Dios al Hombre, atribuida a Isaac Asimov, me ayudaría en mi propósito (digo atribuida porque no he sido capaz de encontrar el original en inglés; tampoco es muy de extrañar, ya que Asimov escribió o editó quinientos libros y ¡más de noventa mil cartas!).
Acabo de volver a leer esa carta. Y me he dado cuenta de que no podría expresar mejor nada de lo que en ella se dice. Por esa razón, simplemente paso a transcribírsela a continuación, con la esperanza de que algunos de ustedes no la conocieran.

Estimado y temido Hombre Todopoderoso:

Me dirijo a Ud. para hacerle llegar un ruego que espero pueda atender. Seguramente habrá oído hablar de mí. Soy Dios, ese ser que los suyos crearon hace muchos, muchísimos años, cuando su especie apenas se distinguía del resto de los animales; cuando el desconocimiento, el temor, el deseo de protección y la ignorancia les hacia tan vulnerables como cualquier otro animal.
Me crearon ustedes a su imagen y semejanza, adornado con todos sus defectos y virtudes. En aquellos tiempos primitivos era hasta divertido ser un dios... Mejor dicho, ser dioses, porque sus carencias eran demasiadas como para crear un único dios.
Me crearon, pero me crearon esclavo de sus creencias y necesidades. Me imaginaron bajo distintas formas y atributos. Cada nuevo creyente me ataba –y me sigue atando– con sus cadenas, exigiendo de mí que le ayudara a paliar su dolor y su desconocimiento.
            Me crearon –nos crearon– cuando todavía no comprendían ustedes el mundo que les rodeaba y las leyes que lo regían. Cuando no sabían que podían existir leyes que gobernaran el mundo y el universo. Por eso me crearon –nos crearon–  tan disparatados. Nos imaginaron con arreglo a sus propias fantasías y temores. Tan disparatados como sólo la mente de un niño puede crear a un ser inventado para que le ayude.

Mi historia, señor Hombre, es muy triste. Es la historia de un ser engendrado para paliar miedos, ambiciones, ignorancia y enfermedades.
Desde el primer momento se me utilizó como justificación de todos los desmanes y egoísmos propios de su especie. Se me usó para respaldar sus enfrentamientos. Para justificar el poder que algunos hombres se atribuían. Para que unos seres humanos dominaran a otros imponiendo sus normas y sus creencias diciendo que procedían de mí. Para que unos hombres se proclamaran portavoces de mi voluntad descalificando, en mi nombre, a todos aquellos que no creían en sus palabras.
            Desde el primer momento ustedes crearon guerras entre nosotros, los dioses, para ayudar a sus intereses. Nos utilizaron para excusar sus deseos de conquista, para vencer al contrario, para someterlo. Nos utilizaron para explicar la inmensidad de muertos, heridos, torturados... que esas guerras generaron y generan.
            Nos usaron para disculpar sus odios, su voracidad, sus deseos de venganza. No creo que haya ninguna maldad en que una persona no me adore, en que alguien no invoque mi nombre. Por el contrario creo, Hombre, que no ha habido ocasión en su historia personal y colectiva donde mi nombre –nuestros nombres– no haya sido invocado para defender sus intereses, tanto los manifiestos como los ocultos.
En mi nombre, en nuestro nombre, se han cometido y se siguen cometiendo infinidad de matanzas, crímenes y tropelías que no tienen más justificación que los intereses de algunos.

Bajo la apariencia de seres infinitamente poderosos, los dioses no somos sino esclavos de las creencias. Esclavos nos crearon y esclavos seguimos. Y así seguiremos mientras no nos liberen de esas cadenas que a ustedes les parecen tan justas, creyendo que nos alaban y que nos gustan.
Son las mismas cadenas con que los poderosos de su especie les atan a ustedes cuando dicen que interpretan nuestra voluntad, nuestras palabras y nuestros deseos.

Su especie, Hombre, ha avanzado mucho, pero no tanto como debería porque, en nuestro nombre, también se ha procurado obstaculizar el progreso de su especie, se han forjado mentiras inmensas, espantosas falsedades, destinadas a detener su marcha. Se ha matado y se ha destruido a aquellos hombres, mujeres y obras que abrían brechas en las murallas del  oscurantismo.
Pese a todo, ha avanzado usted lo suficiente como para que ya no necesite creer en entes mágicos, creados por su imaginación hace muchos, muchísimos siglos.
Pese a todo, hoy sabe usted que el mundo, que el universo entero, se rige por leyes naturales, no por mi voluntad, no por nuestra voluntad.

Todavía les falta por descubrir las muchas leyes que permanecen ocultas, pero sí saben que esas leyes existen, aunque aún no las conozcan. Ya no tienen necesidad de nosotros, ya no tienen necesidad de seres fantásticos que guíen sus pasos en la oscuridad y en el desconocimiento.
Tomen en sus manos las riendas de su destino, averigüen las leyes que rigen todo y déjenme –déjennos– descansar en paz. No nos usen para excusar sus ambiciones, sus deseos, sus intereses, sus desmanes o sus atrocidades.

Por eso, Hombre Todopoderoso, le dirijo esta carta rogándole que me libere de sus cadenas, de sus creencias, de su ignorancia y de sus miedos.
Cada vez que sienta la tentación de creer en mí, pregúntese quién ha creado a quién: si Dios al hombre, o el Hombre a dios.
            Por eso, Señor, Hombre Todopoderoso, se lo ruego, libéreme de la esclavitud a que me tiene sometido.
Deje que me disuelva en la nada de la que un día usted me creó –nos creó– a su imagen y semejanza.


Nos vemos en dos fines de semana, si les parece bien.